A lo largo de la historia, el ritual del baño significó mucho mas que unos pocos minutos dedicados al aseo personal. Para las civilizaciones antiguas de Egipto, Grecia y Roma, el baño adquiría connotaciones religiosas, que se entrelazaban con el placer, la ostentación de la riqueza (grandes palacios, oro y marfiles), legiones de esclavos y también con la utilización de aceites y esencias aromáticas.
El origen de este hábito no solo estaba ligado a la religión sino también a la medicina.
Los baños egipcios, por ejemplo, se hacían con agua y aceites o ungüentos perfumados, que solo los sacerdotes sabían preparar. Se creía que las recetas y los ingredientes eran saberes transmitidos por el dios Thot, al igual que la química y la escritura. Estos aceites sagrados humectaban y protegían la piel sometida a la sequedad y el calor de un clima riguroso. Las clases sociales más adineradas tenían esclavos dedicados exclusivamente a bañar a sus señores.
En Egipto, las jóvenes doncellas esperaban su baño arrodilladas en una estera de juncos, mientras las esclavas vertían sobre sus cabezas, agua perfumada con mirra, azafrán o canela. Otra esclava cubría sus cuerpos con ungüentos y aceites, y luego les acercaba ramilletes de flores, para que el delicioso perfume completara los efectos revitalizadores del baño. La ceremonia concluía con un desfile de guirnaldas florales, como símbolo de frescura y belleza. Pese a las diferencias de clase, ningún egipcio se privaba de su baño diario. Los menos adinerados, humectaban su piel con aceite de ricino, mezclado con menta y orégano.
Los hebreos, al igual que los egipcios desconocían el jabón. Por eso, en su lugar usaban una arcilla jabonosa con alto contenido de potasio. El problema era que esta sustancia irritaba mucho la piel; con lo cual preferían también los aceites y ungüentos compuestos con aloe, canela, nardo, azafrán o mirra. La costumbre de ese momento era guardarlos en cajitas de alabastro o marfil, las cuales eran denominadas poéticamente como «La casita del alma».