En serio, me siento como Supermán adolescente cuando va descubriendo sus superpoderes. Ha sucedido de una forma muy tonta, mientras buceaba. Mario y yo hemos ido a pasar el día al pantano, por ver si podíamos sacudirnos este calor de mil demonios. Y, para qué negarlo, porque nos encanta ese pantano de pueblo, desierto y desvencijado. Así que hemos cogido los bártulos y nos hemos ido para allá mientras todo el mundo se amontonaba en la lujosa piscina del club de campo.
Mario perezoseaba al sol masticando una pajita se trigo reseca, con los ojos entornados. Las abejas zumbaban a nuestro alrededor, y toda esa perfección me ha hecho pensar que sólo me faltaba una cosa para estar en mi salsa: agua. No me he molestado en desvestirme -a veces me gusta hacer esas travesuras sólo por sentirme salvaje-, he empezado a entrar en el agua muy despacio, dejando que su tacto suave me fuera envolviendo desde los tobillos hacia arriba.
Igual que aquel día en la ducha, he sentido cómo mi organismo entero se fundía con el agua, cómo mis células empezaban a transformarse, deshaciendo mi corteza de epidermis y volviéndome líquida. Y cuando el agua me llegaba ya por la barbilla, he decidido seguir. Mis fosas nasales han entrado en contacto con el agua turbia del pantano, han emitido unas burbujitas y después han seguido respirando normalmente, como si estuviera en el exterior, aspirando oxígeno. La perfección ha sido absoluta hasta la irrupción repentina de Mario…