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Lo dicen y debe de ser cierto: hace frío. No se trata del frescor invernal, sino del frío que taladra, que impide hablar de otra cosa. Se trata del frío que nos hace vulnerables, que ni siquiera llega a conversación de ascensor, porque se trata de algo superior a nuestra ra- zón. En verano hablamos de la dichosa ola de calor porque no hay fútbol ni política. Pero el frío es esa sensación humana que nos hace envidiar al oso y a la vaca, al gato y a la oca. El frío nos permite caminar sobre las aguas y nos recuerda que nada de lo que somos hubiera sido posible sin el amor del fuego.
El frío de pronto. A la gente de las ciudades, el frío siempre le pilla con la guardia baja. Unas pocas sombras alargadas por un sol pálido permiten que el Mediterráneo salga en mangas de camisa a por el periódico. El periódico es tan fino estos días como su piel. El frío inesperado no permite el refugio de la sombra.
El frío se instala en la nariz. A veces enrojece. A veces simplemente es el único monte frío que sobresale de la llanura de las mantas. El frío acaba licuándose en extraños humores nasales. El frío quiere entrar en nuestro cuerpo y busca sobre los labios un lugar en el que guarecerse de sí mismo.
A veces el frío no llega por el aire, sino por la mano de alguien que llega del frío. El motorista sin guantes que nos da la mano, el aceite turbio que ha salido del almacén. El frío está en las cosas y quiere, en vano, que le demos la bienvenida.
Hay también el frío de las baldosas. El frío mineral sobre las plantas de los pies educadas en la pantufla. Es el frío que sigue a la sed saciada, cuando acudimos a la nevera y, al abrir el armario del frío, se despeña un alud gaseoso sobre las piernas.
El frío más temible es el frío traidor de la ducha en la que confiábamos sin pensar que toda ducha exige una llama azulada que le dé sentido. El frío líquido nos lleva al grito y a la desesperación de una lluvia gé- lida que hemos desencadenado sobre los hombros frágiles.
Y el frío que se ve en el aliento. El frío que nos convierte en dragones agonizantes. El frío que no es otra cosa que el alma que se nos escapa.
Y el frío que se agarra en los cristales para impedirnos ver el exterior. El frío opaco y condensado para que los niños escriban insultos evanescentes y los adultos dibujen corazones licuados. El frío que es, a su vez, pizarra.
A veces, el frío se exhibe en el dolor. Dolor de dientes demasiado sensibles. Dolor en las sienes que no saben ya cómo pensar. Dolor en las falanges de los dedos. Dolor de no acertar la llave en la cerradura. Dolor del tacto, que de tan frío hasta nos quema.
O la entrada apresurada en la cama helada, cuando las sábanas crujen y el cuerpo se busca a sí mismo hasta lograr un pequeño hueco de calor que deja al frío más allá de la línea de los pies.
Y el frío del mar, al que basta con mirar para que los huesos se fundan en la lenta crueldad de todos los naufragios.
O el frío de la piel muerta, que nos evoca que jamás volveremos a besarla porque nunca nos perteneció y menos ahora, cuando el cuerpo de la amada ya ni siquiera es suyo.
Y el frío del adiós decepcionado, cuando cualquier palabra de cualquier desconocido será más importante que los silencios conocidos. O el presagio agorero del reencuentro frío, señal de que el sentimiento pasa de la llama a la brasa, de la brasa a la ceniza y de la ceniza al viento.
Cuando esto sucede, solo la nieve nos da un sabio calor en el vientre.