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No todas las sirenas viven en el mar

Saqué la cabeza del agua para encontrarme con la negrura de una noche ya cerrada. No se oía nada; tras la tormenta todo había quedado en perfecta calma. Tras de mí se adivinaba una playa, tierra firme a menos de un kilómetro. La sirena volvió a rasgar el aire en mi dirección, haciendo vibrar mi tímpano. Mis sentidos estaban agudizados. Quieta, esperé unos minutos mirando en la dirección de la que provenía el sonido. Al poco rato distinguí un haz de luz más grueso –probablemente la luz de cubierta de un barco- y otros haces luminosos más pequeños, como de linternas. Me estaban buscando. Por unos segundos experimenté un intenso deseo de huir o esconderme, de retirarme a las profundidades del océano. Pero después pensé en Mario y en mi madre, que debían estar asustados. Su imagen mental me devolvió un poco a la realidad a la que pertenecía legítimamente hace unas horas, y comencé a nadar en dirección a la embarcación, acortando la distancia que nos separaba.