Estoy en casa. He estado fuera muy poco tiempo; ni siquiera ha dado tiempo a que se sequen las flores que me regaló Mario. Un ramo de calas color berenjena, amoratadas y de tallos verdes y gruesos, vigorosos, cuya frescura me hace sonrojarme pensando en la última noche que pasé aquí, hace cuatro días.
Mario está torpe, callado. Durante todo el trayecto en coche hemos permanecido en silencio. Yo absorta en mi ausencia de pensamientos, él mirándome de vez en cuando y echándome de menos. Es triste que alguien te eche de menos estando a su lado, codo con codo. Yo lo he notado, he percibido claramente esa lúgubre emoción que flotaba en el pulcro coche de Mario, ensuciándolo. Podía notarlo como si lo estuviera viendo con los ojos, pero eso no removía nada en mi interior.
En casa ha sucedido algo inesperado. He ido recorriendo vagamente las estancias, caminando pausada y tocándolo todo, re-conociéndolo. Cuando he llegado al patio trasero, la he visto. Maika flotaba panza arriba en su pequeño acuario. De repente me ha parecido demasiado pequeño, ínfimo. He comprendido perfectamente por qué ha decidido morirse. Mario ha dicho: «sólo llevaba cuatro días sin comer», y me ha secado con un dedo grueso y suave una lágrima que escurría por mi mejilla. Yo ni siquiera había notado que estaba llorando.