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En el fondo, todos somos iguales

De forma instintiva, abrí los ojos al sumergir mi cara en el océano. De alguna manera, sabía que podía ver. No me refiero al sentido de la vista humano, sino más bien a una nueva forma de mirar que formaba parte de mi reciente identidad acuosa. En mi época universitaria, cuando exploraba diferentes formas de espiritualidad, había llegado a la convicción de que hay una energía que subyace a todo ser, vivo o inerte. Era una idea romántica para expresar mi comunión con todo. Lo que no sabía es que esta energía, esta materia común a todo lo existente, era ¡agua! Una cosa es creer y otra es verlo con tus propios ojos. Ante los míos se desarrollaba una increíble danza submarina poblada de seres que –lo sabía, tenía la certeza de ello- eran iguales a mí.

Podía ver a una gran distancia, y todo allí abajo estaba lleno de vida. Un banco de peces de venas luminosas como neón; los corales, que oscilaban con la corriente creando una coreografía de luz y oscuridad; incluso lo que imaginé sería plancton, una lluvia de polvo luminoso que inundaba toda la masa marina. Me miré a mí misma, a mi cuerpo y, de alguna manera, supe que eso era lo que esperaba ver.