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Siempre he dicho que la ducha es uno de los lugares más peligrosos del mundo; y no porque tenga que aparecer una vieja armada con un cuchillo jamonero y nos fabrique veinte ombligos como en la famosa escena de ‘Psicosis’. Me refiero al simple hecho de ducharse. La aventura está en encontrar la temperatura del agua ideal: o te cueces como un huevo al baño maría o te conviertes en un cubito de hielo. Cuando al fin has encontrado el puntillo de temperatura, siempre aparece alguien que abre un grifo de agua caliente, trasformando el difusor de la ducha en un cañón de nieve artificial. Y tú allí… en pelota picada, inaugurando una estación de ski, con carámbanos en la nariz y en otras partes salientes del cuerpo. Después de unos cuantos gritos, el grifo se cierra y pasas, de sentirte como un pingüino, a escaldarte como un mejillón al vapor. Si has sobrevivido a todo esto, ahora toca salir de la bañera sin romperse el fémur, que hay quien se ha roto algo y, para no perder su dignidad y entrar en las estadísticas de accidentes de la 3ª edad, dicen que ha sido ‘jugando al fútbol’; a lo que su mujer añade: «Como no sea jugando a la ‘Play’…»