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En lujo y excentricidades nadie les gana a los romanos. Nerón fue famoso por sus extravagancias. Las paredes de su palacio estaban provistas de láminas de marfil que despedían flores y esencias sobre los asistentes más desprevenidos.

Los romanos acudían también a imponentes baños públicos. Eran verdaderos palacios donde podían bañarse hasta 2.500 personas. Los bañistas que ingresaban a estos «templos del aseo» confiaban sus túnicas al guardarropas o capsarii. Luego pasaban al «frigidarium», donde se bañaban con agua fría, y después al «tepidarium» de agua tibia. Luego los esperaba el «caldarium», una especie de sauna que provocaba abundante transpiración. Más tarde, unos servidores, los «strigile» se dedicaban a limpiar a los concurrentes el sudor y depilarlos. Acto seguido, los «tractatores» o masajistas distendían los músculos de sus clientes para luego dar paso a los «unctores», quienes los untaban con aceites perfumados.

Finalmente, el romano se cubría con su manto bien caliente y se frotaba la frente con un pañuelo de lino, para quitar los excedentes de estas sustancias. Era muy común utilizar el «susinun», un ungüento preparado a base de cañas aromáticas, miel, canela, azafrán y mirra.

Otra costumbre romana muy popular era lavarse el cuerpo con tierras grasas aromáticas. Esta especie de jabón romano, sin embargo tenía una finalidad muy específica: estaba echo a base de sebo de cabra y cenizas de haya, y se usaba solo para teñirse los cabellos de rubio.

Como vemos, la estética y el aseo personal ha tenido una gran importancia en los usos y costumbres de diversas sociedades y en distintas épocas.