Hacía tiempo que no lo cataba en toda su esencia, momento íntimo al desnudo, baño de bañera. Y no es que hubiera pasado tanto tiempo del que mide reloj, aunque sí del otro que aproxima o distancia cualquier sentimiento, o, como en el caso, particular sensación placentera. La bañera, con su agua embalsada, sus sales minerales, su gel espumoso, convertida en gran copa de champán para brindar con sentido del tacto en lugar del gusto la celebración de notar un agradable calorcito regulado y mantenido por grifo a tu disposición, sobre todo en época de un frío como el actual. Estupendo.
Normalmente es la ducha, breve, rápida y ahorradora, la que cumple cotidiana misión higiénica; a veces, incluso, volviéndose obsesiva para algunos, cual si nuestra sociedad fuera continua suciedad, no por simple cambio de vocal sino por residuos propios del progreso como escapes de coches y polución industrial, que impregnan la piel de un algo que hubiera que soltar, cual si fuera sarampión, bajo un chorro de presión. Incluso hay dermatólogos que hablan de alguna patología provocada por abuso del agua con jabón en determinadas epidermis. Pero hoy no, el cetro de la ducha ha sido derrocado. Hoy el rey es un baño como Dios manda o pidió mi cuerpo. Después de introducir el primer pie en el agua caliente ya sientes ese placer del tiempo que espera como una buena cama cuando estás con sueño. Te acuestas ahí cual si fuera un féretro para descanso eterno, sumergiéndote entero con la cabeza dentro por momentos; y al cerrar los ojos se despierta el recuerdo. De pronto recuerdas cuando el agua no llegaba a diez dedos porque no había chorro sino hilo escapando de grifo, y te metías casi a regañadientes, las más de las veces acompañado de un hermano para el mejor aprovechamiento del agua; con los ojos cerrados recuerdas, o mejor dicho sientes aquellas manos de madre sobre tu cuerpo, manos que te lavan, que te ayudan para mejores buenas noches, o te sacan el polvo de un partido de fútbol sobre tierra. Ahora, viendo salir con fuerza el chorro con que repones la temperatura del agua refrescada por los minutos que pasan, te sorprendes de lo distinto, lo diferente que es, y te asusta pensar siquiera en que algún día, ahora no por tecnología sino por escasez, vuelva a salir tan sólo otro hilo, y roto, de gotas que no llenará siquiera la mitad de los dedos de antes.
Entrar y sacar la cabeza del agua como de los sueños, sorbiendo el agua a través de los poros de la piel para saciar momentos que se escapan irremediablemente, hace que te revuelvas a tiempos en que compartías bañera con tu prole pequeña, donde además de cuatro personas siempre se hacía hueco a algún patito de plástico o se le lavaba la cabeza a alguna muñeca. Vuelvo a sumergirme, y me acuerdo también de un padre que en momentos terminales de su vida, cuando el aseo se lo procuraban otros por imposibilidad de hacerlo por sí mismo, suspiraba por meterse dentro del agua, cual si fuera la sensación de estar cubierto por ella la única que cubriera una frialdad cadavérica presentida.
El baño de bañera es hoy un placer extraordinario que necesita de un tiempo que corra al paso que uno decide, para ser consciente del mismo. Sin prisas, con la única compañía de cualquier radio a pilas, viendo escurrirse la espuma en la fricción de la esponja en tu piel, el momento es para detenerlo. Muchos sueños. Y hasta pueden pasar por la mente escenas de películas del oeste donde hay tinas grandes para pistoleros que cabalgan durante días, semanas y meses sin catar agua, que te hacen comprender tu suerte. Viva la bañera con agua caliente. Pese a todo lo anterior, hoy el plato de cerámica se ha impuesto a la inmersión, quizás por ello haya despertado este sueño que constituyó haberse dado un baño espléndido.