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Todo empezó cuando tuvieron que cambiar la bañera de su casa por un plato de ducha. Era más cómodo, argumentaron sus hijos. Pero en realidad sus piernas ya no tenían agilidad suficiente para permitirle acceder al baño donde se había duchado toda la vida. Durante un tiempo, el aseo personal volvió a ser una rutina imperceptible para él.
Al cabo de unos cuantos años comenzó a sentirse inestable al echar el pie descalzo hacia el interior de la porcelana húmeda. Y le tuvieron que instalar una barra metálica atornillada a la pared a la que pudiera agarrarse cada vez que entraba o salía de la ducha. El asidero funcionó y durante otra temporada pudo mantener su autonomía en ese momento de privacidad cotidiana.
Un día, sin poder explicar cómo ni por qué, se le escurrió la mano que apoyaba en un azulejo mojado al salir para secarse, y se cayó. Por suerte no se rompió ningún hueso, pero no pudo ocultar los hematomas de la frente que, a los pocos días, le fueron bajando hacia el ojo izquierdo al tiempo que cambiaban caprichosamente de color. Desde entonces comenzaron a vigilarle cada vez que entraba en el cuarto de baño, y siempre le advertían que dejara la puerta sin cerrar por dentro.
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