Es una de esas lluvias repentinas precedidas de un calor sofocante, una lluvia que comienza con unas gotas aisladas y casi imperceptibles y acaba convirtiéndose en un auténtico aguacero con jarros cayendo desde el cielo.
Huele a ozono, a tierra mojada. Eso es lo primero que capto. Después, todo sucede muy deprisa. Cae una gota en mi muslo y siento su onda expansiva dentro de mí. Caen más gotas, en mi hombro desnudo, en mis brazos, en mi cuello, y cada una de ellas agita sutiles y recónditas terminaciones nerviosas, creándome una especie de excitación sexual.
Superada por las sensaciones, empiezo a respirar agitadamente. Mario lo advierte -mis manos se han empezado a crispar, tironeándole de la camiseta-, me coge la cabeza para mirarme la cara. En la suya hay un interrogante, pero cuando advierte que no hay peligro, su expresión cambia. Me echa el pelo empapado hacia atrás, nos estamos mojando mucho. Me atrae hacia él, nos besamos en un beso que sabe a gotas de lluvia.
Las gotas no me dan tregua, son como minúsculos latigazos de energía. Mario no me da tregua, nos desvestimos frenéticamente allí en el jardín embarrado; ahora los dos respiramos agitadamente bajo el fragor de fondo de la tormenta. Hacemos el amor bajo la mirada escrutante de Buey, que se ha resguardado bajo el porche y no da crédito a lo que ven sus ojos perrunos. El agua de la lluvia se funde con mi sudor, con el sudor de Mario, con mi agua y el agua de él. Todo es agua. Todo es perfecto. Todo encaja.
Ha dejado de llover, pero no me importa. Estoy plena.