Historias de la vida contadas desde el baño

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Don Antonio, el médico

Me levanto, como cada mañana, el primero de la casa. Así llevo haciéndolo los últimos 40 años, aunque entonces era muy distinto. Hace mucho tiempo ya que no desayuno a toda prisa el café recién hecho de Marisa -¡cuánto la echo de menos!-, cojo mi maletín negro y me voy corriendo a la consulta.

Mis razones ahora para el madrugón son muy distintas. Lo primero es que cada vez duermo menos; es curioso esto que nos sucede a los viejos, como si nuestro cuerpo supiera que hay que exprimir la vida sin desperdiciar un solo minuto. El caso es que raro es el día que puedo dormir más de cinco horas.

Hay otro motivo. De unos meses acá, vengo notando una creciente flojera. Llevo toda una vida ejerciendo la profesión de médico, y estoy harto de ver casos como este. No se trata de ninguna sofisticada enfermedad nerviosa, ni de un cáncer incurable. La enfermedad que se está instalando en mi cuerpo es mucho más común: se llama vejez.

Misteriosamente y de forma paulatina, el cuerpo empieza a claudicar. Primero es un escalón que no había visto -¡qué tropezón más tonto!-, después un pequeño vértigo. Y después empieza a suceder casi cada día.

La semana pasada me caí en la bañera. Entrar en ella cada vez es más difícil, pero sujetándome a los bordes voy capeando el temporal; salir es otra cuestión. Estaba embadurnado de agua, quizá no me había enjuagado bien el jabón, es esta dichosa vista. El caso es que volví a sujetarme del borde de la bañera para salir, con tan mala suerte que la mano se deslizó, haciéndome perder el equilibrio.

Bueno, me asusté bastante. Me di un buen costalazo en los riñones y, afortunadamente, no sufrí daños en la cabeza. Pensé en la que se podía haber liado si llego a golpearme en la nuca, o si me hubiera dado en la frente con el borde de la bañera. Los diarios están llenos de casos así.

Aún tengo toda la zona lumbar con un morado muy feo; afortunadamente puedo tratarme yo mismo. De seguro que si le cuento el percance a mi hijo, me prohíben volver a ducharme sin ayuda. O hacerlo con la puerta abierta. Yo sé que él lo haría por mi seguridad, porque se preocupa por mí, pero quizá no entienda lo duro que es para una persona como yo perder la autonomía, tener que depender de alguien.

Por eso me levanto antes que nadie, y me encierro en el baño el tiempo que haga falta, dispuesto a enfrentarme al pan nuestro de cada día. Así, cuando todos se levantan, el abuelo está ya arregladito y esperando en el cuarto de estar, bien vestido y oliendo a limpio. Y yo puedo mantener la ilusión de que todo es como siempre