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Nos ha gustado conocer las afirmaciones del eminente científico y premio nobel israelí Aaron Ciechanover sobre las consecuencias de una “buena noticia” que continuamente aparece en los medios de comunicación: la esperanza de vida de los ciudadanos de los países desarrollados no para de crecer.
En efecto, nadie pone en duda que desde hace unos años la ciencia médica consigue continuos éxitos en su lucha por mantenernos vivos más años. Esencialmente esto no es malo, pero los médicos, los laboratorios farmacéuticos y los políticos no deberían olvidar que la vida es un maravilloso regalo siempre y cuando se pueda vivir con unos niveles mínimos de calidad. Es un tema delicado y no es el objetivo de este post profundizar más allá de la toma de conciencia de que la aparición de nuevas enfermedades asociadas al envejecimiento forma parte de las reglas de juego de la vida.

Los que tenemos hijos nacidos a finales del siglo pasado, somos conscientes de que algunos de ellos podrán disfrutar de la novedad histórica de vivir a través de 3 siglos. Pero nuestra esperanza como padres, no está centrada en el número de años que vivirán si no en que en esos años sean lo más felices posible.

Y, desde mi punto de vista, una parte primordial del sentimiento de felicidad está en la vida autónoma, con unos niveles altos de salud y en un entorno de paz. Casi nada!

Me ha gustado constatar que quedan científicos con relevancia mediática, como Ciechanover, que tienen el suficiente sentido común para sutilmente recordarnos que es precisamente la certeza de su propia finitud la que da sentido y un valor inmenso a la vida.