Llega un momento en la vida en que uno tiene que rendirse ante la evidencia y asumir la propia limitación. Es un hecho: me he hecho mayor, anciano. Viejo. Nunca me ha gustado la connotación de esa palabra. Las cosas «viejas» son las que ya no sirven, las que tiramos a la basura porque ya no pueden prestarnos servicio.
Yo estoy viejo, pero no inservible. Desde que me diagnosticaron el cáncer, he ido perdiendo movilidad en las piernas. Ya apenas me responden, y desde hace dos semanas, no puedo ducharme sin la ayuda de mi mujer. Entrar en la bañera es poco menos que misión imposible, así que me lavo como los gatos.
La semana pasada llamé para que cambiaran mi bañera por un plato de ducha. Vinieron a medir, nos ofrecieron un presupuesto que fuimos modificando a nuestro gusto (ya que añadimos barras para poder sostenerme yo sólo y un asiento para ducharme sentado) y después vinieron a casa y pusieron la ducha en un día. Por la tarde teníamos la ducha lista, con su mampara y todo.
Puede que en poco tiempo tenga que entrar a la ducha en silla de ruedas. Pero lo haré sin la ayuda de nadie.