Los médicos dijeron que padecía un trastorno adaptativo. También mencionaron lo milagroso que resultaba que no hubiera muerto después de tantas horas sumergida, de forma que me dejaron a estudio, recluida en ese horrible hospital.
Jóvenes investigadores me conectaron a sofisticadas máquinas, me llenaron las venas de agujeros para engancharme un auténtico cableado, me pegaron decenas de electrodos que daban informes pormenorizados y al segundo de todas mis constantes vitales. Nada se les escapaba mientras permanecía en una campana de cristal, aislada, como en una incubadora gigante.
Mientras tanto, mi organismo iba adaptándose a la vida en tierra firme. Yo sentía dolorosamente cómo todo mi interior volvía a solidificarse en un proceso inverso, y lo padecía con una alegría silenciosa, porque ese proceso hacía desaparecer todas las pruebas que me convertían en una atracción de feria para la comunidad científica.
Al cabo de tres días, las analíticas eran perfectamente normales. No encontraron nada más que rascar, así que me mandaron a casa en libertad provisional: debía volver cada tres meses para hacer un seguimiento de mi extraño proceso. No pudieron sacar ninguna conclusión.