El despiporre del agua doméstica

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Acabo de leer que varias compañías e instituciones sumamente serias han aunado sus buenas voluntades para dar a conocer un estudio sobre el uso de los españoles en materia de agua doméstica. Lo que no conozco son las conclusiones del documento. Me encanta que se publiquen tantas monografías sobre toda clase de temas; así, el ciudadano puede echar mano de opiniones desinteresadamente ponderadas, desde las emitidas por las multinacionales y oenegés hasta las emitidas por gobiernos y comités olímpicos. Ocurre como con los platos precocinados: puedes elegir. Un bufé de soluciones, de las que tan necesitados andamos en nuestra ajetreada vida.

Alguna vez he leído de cabo a rabo los folletos que me han buzoneado acerca de este y otros temas domésticos. Pertenezco al grupo de los convencidos de que el ejemplo social tiene que partir de uno mismo; si no, mal año. Parece ser que quienes cuidan de nosotros viven preocupados porque hay personal que gasta ciento veinte litros de agua en la ducha, recreo despilfarrador que se les hace, claro está, escasamente ducho. A mí, sin embargo, se me antoja alentador y definitorio de la España en que vivimos, por suerte opulenta y derrochadora aun en medio de la crisis que quienes mandan más que usted definen como desajuste moderado. Me encanta esta abundancia líquida, puesto que ello demuestra la extraordinaria higiene imperante entre nuestras gentes. Me horroriza repasar unas reglas de urbanidad para señoritas publicadas en 1859 y redactadas a manera de los antiguos diálogos y catecismos, en plan de pregunta-respuesta: «Sí, señora. Los pies deben lavarse al menos una vez a la semana. Conviene, tanto para la salud como para la limpieza del cuerpo, darse algunos baños, ya sean enteros ya medios». En lo referente a los niños, otro librito de 1927 advierte que conviene asearse «antes de estar del todo vestido, lavándose bien las manos, la cara, el cuello y las orejas». Ambas ediciones vieron la luz, respectivamente, en Valencia y Barcelona. No se imaginaban sus habitantes que muchos años después lo del agua colearía tanto en sus cuencas.

Desde luego, yo hace tiempo que he comenzado a servirme más racionalmente de la electricidad, ducha y lavadora. Por ejemplo, lavo los calcetines a mano siguiendo el consejo de mi abuela Felisa: quedan mucho mejor si, mientras realizas el enjuague, les cantas jotas. Luego te lo agradecen con una mayor suavidad en su caricia de la piel, como los zapatos de Arnedo. Y si a usted no le gusta demasiado ese tipo de folclore, invéntese una melodía. Quién sabe, acaso el año que viene lo veamos en Eurovisión. No parece tan difícil.