Pekín no tiene playa ni planes concretos de expropiación hacia el Pacífico, aunque los Juegos Olímpicos permiten a la capital china remediar una simulación de arena blanca entre las paredes del estadio de Chaoyang. Es el oasis invertido donde acontece el voley playa. Una modalidad menor al gusto de los mirones y a la medida del relax veraniego.
No tanto por la elementalidad de las reglas como porque la competición femenina consiente al varón playero excitarse entre bostezo, blasfemia y eructo. Tiene gracia que el voley playa haya obtenido el rango de disciplina oficial en Atlanta, cuyas playas de Coca-Cola burbujeante son tan exuberantes como el mar que baña las costas imaginarias de Suiza y de Austria.
Viene a cuento la mención de ambos países porque compiten a su antojo en el estadio de Chaoyang. Y lo hacen cumpliendo a rajatabla la normativa. Es obligatorio, por ejemplo, personarse en la pista en bañador. Y es recomendable ceñírselo para dejar entrever y adivinar los vericuetos anatómicos que más puedan interesarle a los voyeurs catódicos. No estamos aquí para impartir doctrina puritana ni para escandalizarnos de la carnalidad en primer plano.
Queremos decir, más bien, que la metrosexualidad de consumo degrada los Juegos. Por mucho que las atletas suden cada tanto en la red. O por mucho que se trate de sublimar una modalidad concebida para el exhibicionismo de los litorales turísticos. ¿Por qué no convertir el balón prisionero en deporte olímpico? ¿No es cierto acaso que el pañuelo o el escondite o el te la quedas requieren esfuerzo físico, concentración, velocidad, templanza y nervios de acero?