Más que nada por cuestión de higiene personal, la Audiencia Provincial de Murcia ha fallado que obligar a un hijo a ducharse no constituye un trato vejatorio hacia el pequeño bellaco que, a semejanza del caracol, llevaba sus muchas costras de culpa y de roña bien pegadas al cuerpo. Una sentencia con final feliz, de esas que te dan ganas de retorcerte las manos para no aplaudir a tan sensato y pulcro padre. No obstante, todo en la vida es cuestión de puntos de vista. Asegura el refranero popular que jamás debes bañarte dos veces en el mismo río, algo que la bomba fétida con forma de persona pretendía llevar hasta el último extremo. Por poner un ejemplo, nuestras vecinas de la dulce Francia, hace apenas un siglo, morían sin haberse bañado una sola vez. Y tampoco la sacrosanta Isabel la Católica, demasiado ocupada en ajustar cuentas con judíos y musulmanes, tuvo ocasión de degustar las reconocidas delicias del agua y el jabón, así que algunos atinados historiadores han llegado a equipararla a la cerdita Petunia.
Volviendo al caso que nos ocupa, los magistrados han realizado un ejercicio de buena reflexión poniendo en su sitio al tarugo de piñón fijo que, a base de mugre, se había ganado merecidamente la reputación de auténtico bidet humano, pues dejaba a su paso una estela similar a la del Vesubio en plena erupción. La ducha cotidiana, como ha ratificado la Audiencia, es un bálsamo regenerador y no una experiencia cataclísmica que entra en el campo de las materias exotéricas. Ni por supuesto un horrible tormento psicológico, tal como aseguraban los abogados del pequeño monstruo de dos cabezas que prueba, sin sombra de duda, eso de que tan sólo 100 genes entre 30.000 diferencian al hombre del chimpancé.