Uno de los grandes inventos de la humanidad es la ducha. No sé qué extraño fenómeno se produce con el deslizar del agua por la piel, pero pocas sensaciones cotidianas me resultan tan placenteras. Una ducha aviva si estás cansado, relaja si estás nervioso, anticipa el amor que te espera en la cama o te prepara para las miserias de un día laboral. A dos te entreabre el Paraíso y, si estás deprimido, te marca el punto de inflexión hacia la remontada moral.
Mientras te estás duchando puedes cantar, afeitarte, aunque lo que más me gusta es pensar en desarrollos literarios. Una temporada probé a ducharme y no pensar en nada más que en el acto en sí, acababa de leer un libro sobre el zen en el que explicaba como los monjes no divagan mientras realizan una actividad. Por lo mismo, también abandoné las meditabundas fantasías con que me fugaba de las solitarias comidas y los paseos callejeros. Como era de suponer, a la semana me aburrí de mí mismo y no tardé en recuperar pensamientos y ensoñaciones.
Y no, lo de la bañera no es lo mismo.